[Marcha en Gaudalajara #YoSoy132. Foto: Arturo Campos Cedillo.]
Juan Manuel Velázquez Ramírez.-
A lo largo de la historia la revolución ha aparecido en todo momento como un fantasma que aterroriza a las clases y grupos dominantes. En el México actual sucede lo mismo. Los grupos financieros, industriales y de las grandes empresas comercializadoras se imaginan una revolución que les arrebata los privilegios que resultan de la evasión de impuestos, del privilegio de licitaciones y concesiones; y de políticas económicas que favorecen la expansión y el control de mercados, su consolidación monopólica y la acumulación de sus ganancias. Las organizaciones políticas partidarias temen perder con la revolución los ingresos económicos millonarios que obtienen a nivel de financiamiento, sueldos y privilegios materiales, en curules y de estatus social; también temen perder sus cuotas de poder en el campo político y su manejo corporativo de masas. La burocracia de los sindicatos cree que con la revolución va a perder sus privilegios de control de los trabajadores, sus ingresos económicos por concepto de cuotas y su capacidad de negociación política con el gobierno. Las empresas de comunicación de masas se imaginan una revolución que les hace perder las concesiones y el control del espectro radioeléctrico; que les destruye su carácter monopólico económico y simbólico; y que coloca bajo el control de la ciudadanía el diseño, la producción y la difusión de sus contenidos. A las instituciones del Estado (gobierno, Ejército, parlamento, IFE, Tribunal Electoral) les causa pánico una revolución porque se imaginan ya sin el monopolio político y de violencia física, y sus privilegios económicos, materiales y de legitimidad social. La jerarquía de las iglesias teme que la revolución destruya el control espiritual que mantienen sobre los creyentes; que se les reste capacidad de negociación respecto a otros grupos de poder; y se vean limitados sus beneficios económicos e ideológicos. Los narcotraficantes le temen a una revolución porque piensan que ella les puede quitar, sobre todo, las condiciones de pobreza, marginación y des/configuración del tejido social que favorece su permanencia, y la complicidad de los gobiernos que posibilita su enriquecimiento.
La revolución aparece así como un peligro para los poderosos. Pero entonces, surge la pregunta ¿por qué una revolución genera miedo entre las clases y grupos subordinados? ¿Qué perderían estos con una revolución?
Los jóvenes perderían con una revolución la incertidumbre que genera el no tener garantizado el acceso a la educación, al trabajo, al entretenimiento y a la navegación virtual. Las mujeres con la revolución perderían el trato discriminatorio de género, el miedo a ser y decidir por ellas mismas y el miedo a transitar por las calles; también perderían la doble jornada que obligadamente tienen que cubrir. Los homosexuales, lesbianas, bisexuales, transgénero, travestis perderían con la revolución las burlas, la discriminación y la ausencia de derechos ciudadanos. Los trabajadores perderían con la revolución la incertidumbre en el empleo, los bajos salarios, las condiciones de trabajo desfavorables y la sujeción a sindicatos oficialistas. Los campesinos perderían con la revolución el abandono en apoyos económicos y tecnológicos, el despojo de sus tierras aguas y bosques, y la marginación social y el control político de gobiernos y narcotraficantes. Los indígenas perderían con la revolución su rezago y discriminación ancestral, perderían el dominio caciquil y sus muertos por la violencia. Los habitantes pobres de las colonias perderían la irregularidad en sus terrenos, la ausencia de servicios e infraestructura, la carencia de servicios de salud y la inseguridad en las calles. Los habitantes de las ciudades perderían con la revolución el predominio del automóvil, la ausencia de espacios verdes, y de recreación y cultura. Los niños con una revolución perderían la inseguridad ante el futuro, el trato discriminatorio de los adultos, el miedo de jugar en las calles, de ser abusados sexualmente y que se violen sus derechos. Con una revolución los creyentes perderían el monolitismo del discurso religioso, la exclusión de las mujeres al ejercicio sacerdotal, y la jerarquía de representantes que los somete y atemoriza. Las audiencias de medios de comunicación de masas perderían con una revolución el monopolio de medios que homogenizan la oferta de programas de baja calidad en producción y contenidos; y perderían el estatus de consumidores y su rol de simples receptores. El país perdería con una revolución su subordinación al imperialismo norteamericano y a las medidas de la banca internacional.
Podemos agregar que el que los ricos y poderosos tengan miedo a una revolución es hasta cierto punto comprensible. Pero el que a los que hemos sido colocados como subordinados en este país tengamos miedo a una revolución, sólo es explicable por la representación dominante que de esta han propalado los propios grupos en el poder. Dicen que una revolución es inestabilidad, violencia, guerra, crisis, ruptura de instituciones. La imposición de un candidato es ya una medida que desequilibra, genera crisis política, rompe la legalidad institucional y es continuación de la guerra económica, política, social y cultural cotidiana que ya existe contra los que menos tienen.
El problema que existe es que la revolución no se reduce a una acción, como tomar las instalaciones de Televisa o apropiarse del Palacio Nacional. La revolución es un proceso de empoderamiento cotidiano, individual y colectivo, que se traduce en capacidad de crear, sentir, pensar, imaginar y producir bajo criterios de autonomía, independencia, colaboración y solidaridad con los otros. Y esta sólo puede ser una revolución de la mayoría, de acciones cotidianas creativas y disciplinadas; una que mire hacia otros movimientos presentes y pasados, pero que decida sus rutas con originalidad. Una revolución tan necesaria para comprobar que las utopías, cuando son realistas, también se pueden alcanzar.

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